«Voy a sufrir aquí o en Burundi»: La depresión cubana es internacionalista proletaria

Solo recomiendo una cosa al que se pira de este país. «Todos se van», les digo. «Léete esa novela de Wendy Guerra y aprende a irte de una vez. Léete la novela, que no es la gran cosa tampoco, pero yo no lo supe hasta que me la tragué de una sentada».
Lo más seguro es que no suceda. A la mayoría se les olvida nada más que ponen un pie en el mundo «real», porque esa novela no es para ser leída en el mundo real.
En cambio, hubo alguien que la leyó. Sí hubo alguien que me hizo caso. Lo curioso del asunto es que la engulló en ese espacio–tiempo en que no eres de allá y ya casi no te sientes de aquí. No sé qué sensaciones deja la lectura de una novela con semejante título, cuando estás esperando un vuelo con tres horas de retraso.
Solo he estado en el aeropuerto una vez, y para terminales me sobran las de tren y ómnibus, cuál de las dos más cochambrosas, como tiene que ser en un país como este.
La persona que realizó tal acto de repudio contra sí misma, fue cruel cuando me lo dijo: «La única ventaja que tienes sobre mí», ella siempre muy competitiva, «es que yo entraré pronto en otro estado depresivo, en una etapa del duelo que no conozco».
»En un país nuevo seguro también se atraviesa por la negación, la ira, la negociación, la depresión y la aceptación. Quizás uno se salte algo. En cambio tú, tienes toda la ciudad, todo el país para acabar de volverte loco, y a mí no me gusta perder ni siquiera en eso», dijo.
Hay una frase que leí una vez en el baño de la beca. Ni la Biblia se atrevió a tanto como aquel que escribió con tinta azul: «No insistas, la última gota es para el calzoncillo». Y eso es la depresión: el estado inmisericorde de las cosas que no te piden permiso. La última parada de la bola de nieve. El sable con la punta oxidada del caballero retador.
3, 2, 1… Permiso, que voy a deprimirme
Se lo comentaba a un amigo, otro que tampoco sabe cuánto oxígeno le queda para seguir respirando este país. Él, en cambio, no necesita consejos de un tipo que sugiere novelas rosas a futuros emigrados.
Ahora mismo mi amigo y yo somos los tipos más depresivos de esta plantación bananera. Lo he llamado de madrugada gritándole que no puedo llorar y justo en ese momento exploto en lágrimas, como una marquesita. Él me ha enviado fotos de un muchacho hermoso con el que la vida y la política, que al caso son lo mismo, los tienen separadamente juntos. Y hay que joderse.

La depresión, como estado inmisericorde, ha desatado un Mundial de Atletismo bajo techo en el centro de mi estómago. Allí abajo hace más de un mes que no hay ni asientos ni medallistas, solo filtraciones y unos jueces muy hijos de puta.
He leído absolutamente de todo en este tiempo, más bien he hecho el intento. El único libro que creí que me salvaría la vida, fue el poemario «Cronología del vértigo y el naufragio», de Luis Marimón. Fue peor el remedio que la enfermedad. Y sin embargo, hay enfermedades que salvan vidas: «Pero tengo dos corazones: Uno para morir y el otro para estar oscuro. A ninguno de los dos los entiendo».
Esos versos son tan solo la punta del tantō con el que me hice el seppuku poético. Marimón me abdujo. Creo que en ese tiempo de lectura supe de mucha gente que se estaba marchando de Cuba y no me importó. De la explosión del Hotel Saratoga, con todos sus muertos y conspiraciones dentro, y no me importó. De las alarmas de bombas y los presos políticos, y no me importó.
«Lo que está por venir se está pudriendo. Lo que está vivo es polvo y es reliquia», escribió Marimón.
La concupiscencia del depresivo puede medirse por su nivel de egoísmo.
Ideas hay un montón para salir del bache. Pratiqué deporte, me emborraché y conquisté deudas. Me masturbé cuatro, cinco, seis veces al día, hasta quedar sin fuerzas ni ropa con que limpiarme el semen. Empecé seis películas y doce series. Hice una lista. Me fumé hasta los cabos del cenicero. Tomé Alprazolam. Mi perro se orinó y cagó en la sala par de veces, mientras yo estaba en un sueño feroz.
La depresión no pide permiso, y te acaba el café y te gasta más corriente y te parte la jaba de la basura y no te deja entregar los textos a tiempo. Te convierte en dinosaurio y en meteorito. Piensas un segundo en cómo sería verte saltar por el balcón y levantarte del suelo sin ningún golpe, a la par que todos te gritan «estúpido, comepinga, por qué hiciste eso».
Piensas también en cómo seria tu depresión en aquel país donde tu amiga quiere echar raíces, o en cualquier otro lejos de aquí. Porque la depresión también tiene olores y comida macrobiótica, y no tiene jarrito para bañarse.
Entonces, un día, hice lo que peor se me da. Cogí un ripio de papel y escribí un poema, dos, cuatro. Se los envié a mi amigo, y me preguntó que cuántas depresiones yo necesitaba para escribir lo que había acabado de leer. Pero ni siquiera esos versos lo sacaron de los constantes ataques de histeria y de pánico. En medio de todo eso, la Seguridad encima suyo como una mosca en el dulce.
«Todos se van», me dijo la última vez que hablamos, «pero yo regia, hasta que llegue mi momento, o no. Voy a sufrir aquí o en Burundi. Mi depresión es internacionalista proletaria».
Yo, como otras tantas veces, tumbé los viejos espejos. Fui al barbero y casi le ordené desapareciera el matojo que tenía por pelo. «Eres mi último cliente de hoy y de siempre en esta pinga», dijo como si me conociera de toda la vida. «Mañana cruzo el charco y se acabó».
«“Todos se van”», le dije. «Léete esa novela de Wendy Guerra y vete de una puta vez».
Adri
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Me encantó, sobretodo por lo mucho que me identifica lo escrito.
Tengo tales distorsiones cognitivas mezcladas con ideas obsesivas y hasta delirantes de daño, que ni Sigmund Freud me saca del bache, a ratos.
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