Una pesadilla americana
Ilustración: Rafael Alejandro
«Este no es tu país», le dicen los oficiales de la prisión Bossier Parish Medium Security Facility a los solicitantes de asilo cuando se quejan por el trato o las condiciones de vida. En un artículo publicado en el periódico Washington Blade el fotoperiodista cubano Yariel Valdés González –recluido en Bossier– describió el paso de los días en este centro de detención de Luisiana, Estados Unidos.
Luisiana parece un paraje perdido de la geografía gringa al cual nadie mira. O, al contrario, es una estrategia fríamente calculada para que triunfe el autoritarismo, el abuso de poder o la intransigencia. No sé qué pensar.
No pocos aquí han llegado a la conclusión de que Estados Unidos hizo de la migración su nuevo negocio, pues mantener por tanto tiempo a miles de migrantes asegura el trabajo de cientos de empleados y abogados. A la misma vez, deja jugosas ganancias para las prisiones que el Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) contrata.
Lo que sí está claro es que el gobierno prefiere despilfarrar más de 60 dólares diarios por migrante antes que ponernos en libertad bajo su propia supervisión.
«Luisiana es un estado antiinmigrante», así me dice Arnaldo Hernández Cobas, un cubano de 55 años que acumula 11 meses en su proceso de asilo. «No es posible que de los miles de personas que pasan por el proceso nadie salga victorioso». Hernández me cuenta que durante su encierro ni un solo día ha sido supervisado por agentes del ICE y jamás ha visto al oficial encargado de las deportaciones.
«El juez Grady A. Crooks afirma que no clasificamos para fianza –prosigue Hernández–. Y a los que clasifican no se las otorga porque pueden fugarse. Esto solo sucede en este estado porque en otros lugares los migrantes salen a pelear sus casos afuera después de pagar una cuota».
Otra de las vías para obtener la libertad condicional es el parole, un beneficio que el Estado brinda a los solicitantes que ingresaron legalmente al país y fueron encontrados creíbles de sufrir, persecución o tortura en sus países de origen. «Para concederlo, ICE pide una serie de documentos que los familiares deben enviarles a los solicitantes de asilo. Sin embargo, las autoridades no ofrecen el tiempo suficiente para que lleguen esos documentos», sostiene Hernández.
ICE debe completar la concesión del parole, pero resulta que utilizan esta y otras mañosas estrategias para «quedar bien» ante los ojos de la ley. De paso, retienen por meses a los solicitantes de asilo, los llevan a juicios que no ganarán y empujan a la deportación a aquellos que no resistan la presión del encierro, sin valorar apropiadamente el riesgo que implicaría para sus vidas el retorno a sus países natales.
Si ICE concediera el parole estaría en la obligación de liberarnos a los pocos días. Pero su propósito es mantenernos encerrados a toda costa.
«La cruel ironía es que la mayoría de los solicitantes de asilo que siguen la ley y se presentan en los puestos de entrada oficiales, no tienen derecho a pedirle a un juez de inmigración su liberación bajo custodia», declaró Laura Rivera, una abogada del Southern Poverty Law Center, una institución que provee de asistencia legal a los inmigrantes, en un artículo titulado «Atrapados en el “Infierno”: Solicitantes de asilo cubanos perecen en cárceles de inmigración de Luisiana».
«Al contrario, su única posibilidad es abogar ante la misma agencia que los detuvo, el Departamento de Seguridad Nacional (DHS, por sus siglas en inglés)».
Pero el DHS –detalla Rivera– está ignorando su mandato de considerar detalladamente las solicitudes de liberación y, al contrario, niega la libertad condicional sin justificación.
«A los hombres se les encierra escondidos del mundo exterior, encarcelados y castigados por defender sus derechos y forzados a llevar sus casos ante jueces de inmigración que los niegan con índices de hasta el 100 por ciento», afirmó Rivera.
Otra de las violaciones del proceso se evidencia en la historia de Arnaldo Hernández: en el primer centro donde estuvo recluido le aseguraron que podía vencer su caso con el de su esposa, pero cuando «llegó» a Luisiana, el juez le «afirmó que no permite eso, que cada caso es diferente», aunque él y su esposa hubieran estado juntos por 37 años. Ahora ella está libre hace nueve meses y él continúa entre rejas. Lo mismo sucede con madres e hijos.
Durante la audiencia con el juez Crooks, Hernández declaró sentirse «bien incómodo», pues lo considera un extremista. «Él solo reconoce casos extremos», dice Arnaldo. «Él mismo dice que es un juez de deportación, no de asilo. En todo el tiempo que he estado aquí nadie ha logrado ganar un caso de asilo, ni siquiera una fianza, solo deportaciones».
La prueba concluyente del extremismo del juez llegó un día en que las audiencias fueron comandadas por otro juez y los migrantes que se presentaron esa mañana obtuvieron el asilo.
Douglas Puche Moxeno, un venezolano de 23 años que lleva nueve meses en Luisiana, se queja de que los detenidos no reciben «más información sobre cómo debe seguir el proceso. No se nos explicaron las medidas para obtener una libertad condicional».
«El juez me dijo que conocía la actual situación de Venezuela, pero no me concedió el asilo porque no soy un caso extremo –cuenta Douglas–. Él está esperando que uno venga a Estados Unidos sin un brazo o una pierna».
Los migrantes en Luisiana están agotando todas las vías para conseguir su libertad. Han realizado estas denuncias en canales de televisión y hasta acudieron al senador cubanoamericano Marco Rubio.
«Hemos llegado al punto de presentar una querella al ICE», explica Douglas. «Un equipo de abogados del SPLC (Southern Poverty Law Center) interpuso una demanda solicitando una reconsideración del parole. Esta es una de las vías más esperanzadoras que tenemos para obtener la libertad. Si logramos triunfar los beneficios serán para todos».
«También se han organizado varias manifestaciones para presionar a las autoridades y reclamar nuestros derechos como inmigrantes», agrega Douglas. «Familiares, abogados y varias instituciones se han unido en Miami, Washington y en la propia Luisiana para llamar la atención del ICE sobre las injusticias que se están cometiendo con nosotros hace más de un año».
«Este no es tu país»
Bossier es una cárcel enterrada en lo profundo de Luisiana, escondida entre los bosques que la rodean. Cada día dentro de ella hay un constante entrenamiento de supervivencia, que pone en máxima tensión mis capacidades físicas, psicológicas y, sobre todo, emocionales. En cuatro «dormos» convivimos más de 300 migrantes en condiciones de hacinamiento, frío intenso y cero privacidad.
Mi estancia aquí es un déjà vu de los albergues escolares en Cuba, donde, obligados, compartíamos olores, sabores y necesidades primarias. Aquí compartimos, además, las creencias, culturas y modos de vida de migrantes hindúes, africanos, chinos, nepalíes, esrilanqueses y centroamericanos.
Mi espacio personal se reduce a una estrecha cama de hierro, atornillada al suelo, una gaveta para guardar mis artículos y un delgado colchón que apenas logra separar mi columna del metal. Sin embargo, a veces, lo que más hiere es el trato que recibimos por parte de los oficiales.
«Según ICE nosotros estamos “detenidos”, no presos, pero aún así hemos recibido maltratos físicos y psicológicos», cuenta Arnaldo Hernández. «Recuerdo una vez que un oficial arrastró hasta el hoyo por tres días a un salvadoreño por el simple hecho de comer en su cama. Nos ofenden y no nos hablan, nos gritan. Te despiertan a patadas en la cama».
«El más mínimo pretexto es utilizado para desconectar el microondas, el televisor o privarnos del hielo, afirmando que eso es un lujo y no una necesidad».
«Cuando nos hemos quejado de estas situaciones nos dicen “Este no es tu país”», alega Hernández.
«Dormo» adentro no son comunes las sonrisas. Predominan las caras de tristeza. Después de las buenas noticias –casi siempre falsas– retorna la frustración y el estrés que nos provoca el encierro.
«Aquí dentro me siento muy triste, afligido, como si hubiera asesinado a alguien», declara Damián Álvarez Arteaga, un joven de 31 años que acumula 11 meses preso en Estados Unidos.
«La libertad es lo más preciado que tiene el ser humano», añade Damián. «Espero que al pasar tanto tiempo recluido reciba una respuesta positiva de mi caso. Le hemos demostrado a Estados Unidos que de verdad tenemos miedo de sufrir persecución o tortura en Cuba».
Las horas aquí dentro parecen no tener fin: Se estiran, se multiplican, pero nunca se acortan o se apresuran. Nuestro único contacto con el mundo exterior son las comunicaciones telefónicas o videollamadas (a elevados precios) con familiares, amigos o abogados, y las esporádicas salidas al patio a tomar aire puro.
«En todo el tiempo que he estado aquí he visto el sol pocas veces solo por 15 minutos y eso porque nos hemos quejado», rememora Hernández. La yarda, como también le llamamos, es un pequeño rectángulo de cercas y cámaras de vigilancia con una superficie de cemento al centro, donde algunos juegan fútbol cuando les proveen una pelota.
Yo me levanto el pantalón amarillo hasta las rodillas para que el sol caliente mis piernas. Miro el cielo, los pocos vehículos que transitan por una carretera cercana y tomo gigantescas inhalaciones de oxígeno como si acabara de salir de las profundidades marinas y necesitara desesperadamente el aire para mantenerme con vida.
«Aquí todos los días son iguales», comenta Douglas. «La misma comida y las mismas actividades. Esta prisión no cuenta con espacios suficientes para mantener por tanto tiempo a tantas personas. No tenemos biblioteca ni visitas familiares».
Yariel Valdés González entrevista a una migrante mexicana en un albergue de migrantes en Mexicali, México, el 27 de enero de 2019. (Foto: Michael K. Lavers / Washington Blade)
Sopa es la moneda de cambio
Mis días en Bossier comienzan poco antes de las 5:00 a.m. con el grito de «¡Línea!». Enseguida recibo una bandeja plástica con el desayuno. Hoy es día de cereal, leche baja en grasas, pan y una pequeña porción de jalea. El menú se repite en cualquier día de la semana. Casi siempre guardo una parte, pues hasta el mediodía no hay nada más que comer.
«La alimentación no es la correcta», opina Damián. «Ya mi estómago está resignado a esa pequeña porción. Un pan con salsa picante y algunos vegetales o mortadella no pueden sostener a un hombre adulto, ni pueden mantenerte en forma para resistir un proceso tan estresante, de casi un año».
La última comida del día es a las 4:00 de la tarde, por lo que llegar a la cama a las 11:00 p.m. con el estómago lleno es una quimera. Engaño el hambre con una sopa instantánea, que complemento con algunas zanahorias y un perro caliente que me robo a mí mismo del resto de las comidas del día.
Como aún dispongo de algo de dinero, puedo comprar las sopas y suplementos para apuntalar la endeble menú de Bossier. Sin embargo, quienes no cuentan con apoyo económico familiar, Bossier los clasifica como «indigentes» y los «obliga» a hacer la limpieza de sus compañeros a cambio de una sopa Maruchan. Aquí la moneda de cambio es la sopa.
«Estos y otros artículos debemos comprarlos a elevados precios en la Comisaría, la única tienda a la que tenemos acceso y de la cual dependemos por completo», expone Damián.
Por otra parte, en Bossier ni siquiera hay un médico o enfermera de guardia, como tampoco existe una sala para la observación de los pacientes. «A los que se enferman los meten en celdas de castigo, aislados y solos», apunta Arnaldo. «Las personas a veces no dicen que se sienten mal por temor a que las lleven al “pozo”. En casos extremos te llevan a un hospital, con los pies, manos y cintura encadenados. Yo prefiero aguantar antes de ser hospitalizado así».
Yuni Pérez López, un cubano de 33 años, vivió en carne propia esta situación. Estuvo en el hoyo por seis días solo porque tenía fiebre. «Yo sentía que estaba castigado por estar enfermo y aun cuando al médico me dio el alta, me retuvieron allí», dice. «Es como estar en una hielera: cuatro paredes, una cama, el inodoro y una luz que nunca se apaga. Para salir de allí tuve que dejar de comer un día entero para llamar la atención de los oficiales».
Bossier también te deja con los huesos helados, pues entre 7:00 de la mañana y 4:00 de la tarde no podemos utilizar las cobijas o las sábanas para taparnos. No es una cuestión de estética o disciplina: a los oficiales poco les interesa si la cama está bien tendida, solo les molesta cuando nos cubrimos del intenso frío del «dormo».
Los migrantes entrevistados por el Blade son los más veteranos en Bossier. Todos están apelando la decisión del juez Crooks, quien no les concedió el asilo político. Yo aún no presento mi caso, por lo que todavía conservo un poco la esperanza de obtener la protección de Estados Unidos. Al igual que ellos, intento adaptarme a la realidad y ser fuerte, aunque la mayoría de las veces la tristeza me consuma.
Nota del editor: El periódico estadounidense Washington Blade publicó la nota original de Yariel Valdés González en su sitio web el 9 de julio de 2019. Tremenda Nota publicó una versión editada a partir de la nota original, con autorización del autor y los editores del Blade.
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