Elegguá de paseo en patrulla, el día que sentaron en el banquillo a Osorbo y a Alcántara


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La patrulla frente a casa de Manuel de la Cruz (Fotos: Cortesía del autor)

Dice mi mamá que yo tengo tremendo lío con los bichos: «La otra vez un majá en tu cuarto, después un alacrán y hoy un sapo». Voy a tener que creerle. Cada vez que aparece un animal grande o peligroso, me percato de que luego sucede algo inusual o negativo. La naturaleza haciéndome señas, parece.

Me acosté temprano. Puse una alarma para las 6 am de este lunes 30 de mayo. Tenía un turno con el dermatólogo en el Instituto Pedro Kourí (IPK), donde me atiendo por varios padecimientos desde finales de 2020. La amitriptilina que me habia recetado la psiquiatra a veces me adormece tanto que ni alarma ni ruidos escucho. Pero un golpe en la cabeza, coño, eso despierta a cualquiera.

A las 5 y 10 me levantó aquello. Recuerdo haber oído algún que otro ruido en mi cuarto, pero se lo achaqué a algún espíritu. En mi diminuta casa, es de lo más usual que se muevan las cosas sin contacto con nadie, se caigan calderos o se destapen botellas. Alejandro, mi sobrino, no supera el día que vio la escoba caerse en contra de la gravedad. Ignacio, asombrado, fue a tocarla y sintió un corrientazo eléctrico.

Yo no me conmuevo. Sé que en mis 20 y tantos metros cuadrados vivimos muchos, una creencia que me hace sentir protegido. No obstante, un golpe en la cabeza era un atrevimiento desmedido e irresponsable.

Encendí la luz y temí lo peor. Me levanté y una masa considerable movió la almohada. Luego brincó hacia la puerta. De las ranas, la más fea y la más gorda. De mis miedos, el mayor. Me arrinconé en la esquina y pensé en las posibilidades: «A ver, pájaro, ella sola no va a salir. Tú vives solo. O la sacas de la puerta, o te quedarás aquí hasta que venga alguien y perderás tu turno médico».

Me dieron ganas de cagar, así que me puse a hacer café. Con un ojo miraba la cafetera y con el otro vigilaba la rana. Preferí que se me botara el café a perder de vista aquellas 40 libras anfibias. La cafetera coló hasta arriba, y la rana brincó hacia la esquina de mi cuarto, justo al ladito de mi sopera de Changó.¡Cabiosile Changó, que cosa más fea! Con el cigarro a la mitad, cagué de miedo y de veras.

«Maricón, solo te queda aprovechar ahora que ella está esquinada, y asomarte en la acera. Quizás haya por ahí un vecino despierto  que venga a sacarla», pensé.

Sigiloso, para no incomodarla, salí de la casa y me asomé con la esperanza de un redentor. Iba dispuesto a pararme en la acera los minutos que fueran necesarios hasta encontrar un rescatista. Me quedaba tiempo para vestirme y salir, y además, el dermatólogo tendría que entender mi fobia.

Desde mi pasillo se ven los altos de Roly. Él estaba limpiando a esa hora. Cosa muy rara, pero providencial. Al salir a la acera, dispuesto a pedir mi auxilio, miré a la izquierda, y a pocos metros del latón de basura me pareció reconocer a un muchacho con el pie en el muro. «No puede ser él», me dije. El muchacho solitario estaba parado sin ni siquiera mirar un teléfono, a pocos metros de mi casa, a las 5:30 de la mañana. Tiene que ser él. Pero postergué el asunto.

«Roly, asere, ¿tú le tienes miedo a las ranas?», grité mirando a los altos. «No, ¿por qué?», respondió al momento. Y se lo expliqué: «Es que se me metió un sapo en la casa».

Roly buscó una jaba transparente y me siguió.

«Mira ahí detrás de Changó, ahí se había escondido antes de ir a buscarte», le indiqué.

Miramos, él con denuedo, yo con hipocresía, y allí no vimos nada. Claro que no. La escurridiza había abandonado al orisha del trueno, y se escondía ahora detrás del dios del azar y el infortunio, Elegguá.

Siguió por debajo de la cama, se subió a la estera. Corrimos la cama, se metió entre mi ropa sucia. La histórica lucha entre la rana y su cazador. Una película de persecución.

«Y ahora, ¿dónde boto esto?». Roly mismo se contestó: «En la basura».

Solucionado aquello, decidí salir de dudas. Caminé unos metros y sí, aquel chamaco de pullover gris y pantalón de mezclilla, ojos rojos y corte de cabello militar, estaba allí para vigilarme.

«Déjame hacerte una pregunta», le dije. «¿Yo tengo hoy alguna restricción de movilidad?»

El chamaco se quedó como analizando, pero finalmente pareció entender: «Sí, sí, Manuel, hoy no puedes salir». «Ah bueno, ve llamando a Alfredo y dile que yo voy a salir hoy porque tengo un turno médico en el IPK. Si quieres vengan y les enseño el papel».

«La cafetera coló hasta arriba, y la rana brincó hacia la esquina de mi cuarto, justo al ladito de mi sopera de Changó»

Sé que el día es «complicado». El circo de hoy son los juicios de Luis Manuel Otero Alcántara y Maykel Osorbo en el tribunal de Marianao, en 100 y 33. Yo debo coger un transporte que pasa cerca, para más casualidad.

Sin darle tiempo para que me contestara, cogí pasillo adentro y pensé en la frase de mi madre. Cerré la puerta y tomé el teléfono. Planifiqué mi día. Tiré chamalongos y el muerto me dijo que tocaba arresto. Se me ocurrió algo. Mi padrino me ha dicho que hasta que el iyabó no haya realizado su ebbó, ceremonia que consiste en volver a darle sangre a cada orisha recibido, uno no debe «trabajar» con ninguno de sus santos, solo con Elegguá porque es un orisha que viene con uno incluso antes de consagrarse a la Ocha.

«Si hoy visito la prisión, tú la visitarás conmigo», le dije al santo, mientras lo echaba en mi bolso. Se conoce históricamente que a Elegguá se le consiente, se le grita, y que también se le saca a pasear. Mi paseo de hoy sería el mismo de él. Una vez advertida la gente de Facebook y algunos amigos cercanos, decidí salir: «Llama a la patrulla y condúzcanme. Yo voy pa’ mi turno en el IPK».

Par de cuadras después, el chófer de la patrulla 769 me da los buenos días y me monta esposado en su carro. Da tiempo a trasmitir varios segundos en Facebook. Me cachea reglamentariamente. No ha pasado nada impredecible.

Hijo de Ogbeché

Llegamos a la estación de policía del Cotorro, esa casa fría que me ha recibido por la puerta trasera al menos 15 veces en un año. Miro mis manos. Mi muñeca izquierda tiene el iddé de Yemayá, el ángel de la guarda que coroné a principios de marzo.

También llevo el iddé de Orula, un santo que me ha advertido en innumerables ocasiones sobre amenazas de prisión. Y también traigo la esclava de Obbatalá, que se coloca para indicar que la persona ha coronado Ocha.

Ahora mis muñecas cargan un viejo atuendo, unas esposas. No pienso en Luis Manuel, sino en Maykel Osorbo.

Mi corazón ha estado siempre con el Luisma. El Luisma es mi amigo. He escrito sobre él en cuanto sitio y forma he podido, sean medios periodísticos o redes sociales. Desde que supe la fecha de su juicio, deseé profundamente el milagro de poder estar a su lado, pero siempre supe que sería imposible.

El Luisma es el amigo que me daba abrazos para quitarme los miedos, con la misma espontaneidad con que me servía un añejo especial que le habían regalado. Al Luisma lo he extrañado profundamente, y hoy, el día de su juicio, desde que me levanté vino a mi cabeza entre sapos, café y cigarros.

Mirando mi mano de iyabó y unas esposas anacrónicas, pensé en Maykel Castillo Pérez. A decir verdad, a Maykel lo quiero mucho por transitividad. Lo amo profundamente porque lo ama mi entrañable Anamels Ramos. Porque lo ama mi Luisma. Pero la verdad es que solo una vez lo vi. Nunca hablamos.

Me fui de San Isidro aquel famoso 4 de abril de 2021, a solo minutos de que le hicieran la histórica foto del brazo libre con la esposa colgando. En mi primer libro le dediqué un poema a él solito. Nunca lo he abrazado, él jamás me ha dado una sonrisa. Sin embargo, esposado y solo, en la parte atrás de una patrulla, está Maykel Castillo estancado en mi cabeza.

Pienso en cuanto nos diferenciamos y en cuántas cosas somos semejantes. Él, heterosexual, y yo, una loca perdida. Él rapero, yo periodista. Él, huérfano, y yo, querido por ambos padres. Ambos mulatos. Ambos artistas contestatarios. Ambos religiosos. Ambos ogbeché.

Las esposas me remiten a refranes del signo Ogbe Oché en números del diloggún y de Ifá: «El pájaro que nació para estar en libertad». Y también: «El que todos señalan si le ven una mancha». Para rematar: «El que carga las culpas de los demás».

«El hijo de Ogbeché debe evitar la prisión pues esta lo perseguirá hasta tenerlo, y lo consumirá una vez dentro», advierte el signo. Así que pienso en mí, pero pienso mucho más en Maykel. Cada uno carga manchas y sufre vituperios sin sentido, salvando las inmensas diferencias.

Son las 7 de la mañana y sé que mientras los que me atienden deciden qué hacer conmigo, hay jueces acatando órdenes sobre qué hacer con Maykel. Pienso que Maykel fue acusado desde aquel imborrable 4 de abril en San Isidro, y hoy verterán sobre él toda la furia que han acumulado desde entonces.

Interrumpe mi pensamiento un mayor de la Seguridad que ha acompañado al famoso teniente coronel Camilo en mis tantas detenciones. Se sienta a mi lado en la parte de atrás de la patrulla.

«No toques mi mochila que tengo cosas religiosas ahí». Parece entender. Creo que a mi Elegguá no le gusta esta cárcel, pues luego de unos minutos de charla no permite que me entren al calabozo.

«El Luisma es el amigo que me daba abrazos para quitarme los miedos»

Me llevan a casa, aunque suponen que volveré a salir. No les importa que yo sea la historia clínica 73.510 en el IPK y que tenga un turno impostergable con el doctor Orestes. Mucho menos les importa que sea el caso índice 35.628 y que esto me haga todavía más vulnerable. «Ni hoy ni mañana habrá turno en ningún lado», fue la sentencia del mayor.

Saben que en mi casa no tengo comida, y que le sugerí que me llevaran a casa de mi mamá, tal como haría yo al salir del hospital. Pero no, han preferido vigilarme en mi nuevo y reciente hogar.

Me bajan de la patrulla, esta vez sin esposas, y yo les explayo las opciones. Al muchacho de gris no les gusta la idea de que esté trancado sin comer, pero tampoco se le ocurre ninguna idea. Yo se la doy: «Déjame ir a casa de mi mamá, allá me pones patrulla». Solo atina a repetir el mismo mandamiento: «No puedes salir, Manuel».

Entro y hago otra tanda de café. Recojo mis pastillas, las echo en otra mochila un poco más grande. Estoy empacando y no sé para dónde, pero no estoy dispuesto a pasarme estos días de ayuno forzado. Cuando salga, puede que me lleven para la misma estación, quizás con un poco más de ensañamiento. Puede que me trasladen ellos mismos hasta la casa de mi madre. Hasta puede que me dejen ir.

Definitivamente esto último no pasaría. Elegguá seguiría conmigo de paseo. Si yo iba preso, iríamos los dos. Al salir nuevamente de casa, pocas cuadras después, en la misma esquina, el mismo chófer de la misma patrulla se evitaría reiterar los buenos días. Me llevó hasta mi vieja casa, donde mi mamá se preparaba para salir también a un turno médico.

«Ya estás aquí Manuel. Ya tienes comida y lo tienes todo para estar tranquilo estos dos días», me dice el chamaco de gris.

Lo miro detenidamente. Lo miro con odio. Lo miro, recuerdo aquellos años en que estudiamos juntos y bailamos en las mismas recreaciones. Lo miro, y me resuenan las veces que me tarareó aquellas canciones con las que me hice popular en el preuniversitario.

Clavo mis ojos en los suyos, en sus ojos rojos por tantos años de alcoholismo, y pienso en los tantos amigos que tenemos en común.

Lo miro con desdén, deseando que mis ojos hagan un hoyo en los suyos. Lo miro con el odio con que seguramente nuestros amigos lo mirarían hoy. Lo miro como pidiéndole al Elegguá, sentado entre él y yo, que interprete mi mirada y tome esta afrenta como suya.

Me da más asco este tipo que 100 ranas como la que me visitó por la mañana. Lo miro,  recuerdo las veces que le vacilé, en el baño, el trozo enorme de rabo que ostentaba en aquellos años, y me repugno de mí mismo.

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