Pájaras malas

«De tanto andar con maricones se te quedó el veneno», acostumbraba a decirme Dania ante alguno de mis sarcasmos. Ojalá hubiera sido ese el único de sus comentarios sobre lo que ella creía que era la maldad intrínseca de todo gay.
Para Dania, ser pájaro implica ser «venenoso», mala persona, digno de repulsión. Mientras más plumas, más veneno. Tampoco tenía ningún problema con definirse como una contradicción viviente: negra y racista, lesbiana y homófoba. Con los años aprendí que no era ninguna contradicción, sino la internalización de muchos prejuicios. Ni siquiera en eso era singular, por más que su narcisismo se empeñara en hacerme creer que ella era especial.
Que Ale, el pato más cercano a nosotras, le diera la razón con su comportamiento, agravaba el asunto. Él era la peor de las referencias, pero cualquiera de sus acciones servía para que ella se explayara en su discurso homofóbico supuestamente respaldado por la experiencia.
Estuve años sabiendo que Dania se equivocaba al convertir en ley su teoría antipajarística, pero sin tener a mano ejemplos conque refutar. Además, lo que dijera podía ser, y sería, usado en mi contra e iniciaría algún juicio sumarísimo.
Cuando logré liberarme de esa relación, que bauticé como «mis años de secuestro», tampoco tuve a mano ejemplos. Mi vida social se convirtió, por puro azar, en una especie de ferretería en la que solo había tuercas.
Para rematar, por obra y gracia de las nostalgias tontas en las que a veces se cae, luego me vi rodeada de «cisheteros» con descendencia para quienes yo era la tía loca a la que le tocaba entretener a la tropa inquieta en carnavales. ¡Horror! Aquello no podía acabar de otra manera que en tragedia y así fue.
Todavía no sé cómo volví al gajo. Y digo «volví» porque antes del «secuestro» era muy pajarera. Siempre lo he sido. Mi regreso al «verde limón» de «la pájara pinta» fue como el retorno de una hija pródiga.
Prefiero «pájaras malas» como amigos. Me hacen enfrentarme a mí misma y aceptarme como soy. Me empujan del nido sin piedad alguna y no me dejan más opción que volar mientras me gritan desde la rama: «¡Vuela o te matas, maricón!»
Son lo más grande y me curan cada día de tanto prejuicio que una se va armando en la cabeza. Hacen de la «desvergüenza» y el «ridículo» su arma contra toda la mierda circundante, contra normas y supuestos. Me salvan de la corrección a la que tiendo, de la pazguatería que heredé, de la frialdad con la que me protejo y de la depresión que me hunde. Son lo culto y lo popular, un ballet clásico con la Conga de Los Hoyos.
Me quieren como saben que hay que quererme, igual los quiero yo, y siempre están ahí para recibirme porque, pajarera al fin, acabo siempre volviendo a ese gajo.
Jesús Rodríguez
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Gracias por el escrito, todos tenemos personas así a nuestro alrededor.
Con el tiempo aprendemos a querernos y a aceptarnos, más que a repetir discursos excluyentes y a practicar la discriminación.
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El Bohío Mío
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Muchas gracias, Jesús.
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