Negar nuestra identidad, una forma particular de violencia de género que se usa contra las personas trans

A mí ya me habían interrogado antes, lo que nunca en plena calle, bajo el sol, rodeada por cinco tipos que nunca se identificaron ni dejaron de irrespetar mi identidad trans. Tampoco lo había hecho público anteriormente.
«¿Mel, estás bien? Cuando puedas comunícate con nosotras. No sabemos bien qué fue lo que te pasó», me escribió una amiga colombiana, lideresa de una colectiva transfeminista en su país, apenas supo de mi incidente con la Seguridad del Estado el pasado 29 de abril. «¿Qué era lo que querían esos tipos, y a plena luz del día? ¿No había ningún policía por ahí?».
Para ella estaba claro. Que se me acercaran tres hombres desconocidos en un parque, me quitaran el celular y mi documento de identidad, y me llevaran hasta donde estaban otros dos desconocidos más con un carro esperando, califica como un asalto e intento de secuestro en cualquier lugar. Una escena que mi amiga conoce bien. A ella, como a tantas activistas latinoamericanas, Cuba siempre tengo que explicársela. Cuba siempre hay que matizarla.
No es común que a plena luz del día y en un parque lleno de gente ocurra algún asalto como los que ellas están acostumbradas a ver. Lo más probable es que se trate de una de las tantas ridículas, arbitrarias y desproporcionadas maneras que tiene el Estado cubano de protegerse, sobre todo si ese día hay anuncio de protesta o es una fecha importante.
Desde que se te acercan sabes quiénes son y al mismo tiempo es algo que desconoces. En todo caso, lo único que sabes es de parte de quién o de qué vienen: por la pinta «segurosa», por la manera de abordarte, de conducirte, de disponer de ti, de tu tiempo, de tu cuerpo, de tus propiedades personales, sin que medie apuro o nerviosismo de asaltante o de secuestrador alguno. Lo hacen con el sosiego de quienes se saben, en ese momento, dueños de ti y de tu historia.
Lo de ir al parque Fe del Valle no fue parte de plan alguno. Ni el propio agente que me lo repetía puede demostrar que yo fui porque alguien me convocó. De hecho, me enteré de esa protesta unos veinte minutos antes de que yo decidiera llegarme hasta allí. Hasta entonces conocía lo que circulaba por las redes.
Mi único plan consistía en ir temprano a La Habana Vieja a comprarme unos vestidos, en la tarde a acompañar a Nelson Julio Álvarez Mairata, periodista de Tremenda Nota que iba a hacer un videorreportaje y, en algún momento del día, encontrarme con Maykel González Vivero, el director de la revista. A media mañana les escribí. No obtuve siquiera confirmación de entrega de ninguno de los mensajes que les envié a cada uno. Los celulares estaban apagados.
Al mediodía, cuando llegué a La Habana Vieja, fue que supe de la convocatoria de la protesta en San Rafael y Galiano a través de una publicación de Facebook, también que Maykel y Nelson habían ido y que desde hacía dos horas no lograban comunicarse con ellos.
El lugar me quedaba cerca. Fue entonces que cambié de planes y decidí llegarme hasta ahí. En las redes se comentaba que eso estaba lleno de policías vestidos de civil, camuflados entre la gente corriente. Enseguida que tomé el bulevar de San Rafael en dirección a Galiano, comencé a hacer una transmisión en vivo por Facebook. Si me pasaba algo, al menos quedaría grabado. Algunos hasta podrían verlo en tiempo real.
Transmití en vivo durante todo mi paso por el bulevar. En el parque no vi nada raro. Tampoco vi a Maykel ni a Nelson. Ningún rostro conocido. Aquello estaba tan tranquilo que por un momento pensé que todo había sido una falsa alarma. Sentí alivio y terminé la transmisión.
En las redes seguían preguntando por el paradero de ambos periodistas. En varias publicaciones los daban por detenidos. Compartí algunas y volví a marcarles. No podía ser otra cosa: tenían que haberlos cogido al llegar al parque. Los móviles seguían apagados. Cuando alcé la vista, ya estaban los tres hombres delante de mí.

–¿Fulano de tal? –me llamó por mi nombre de nacimiento uno de ellos, el más joven.
A mí aquello me desconcertó. ¿Cómo aquel desconocido sabía mi nombre legal? ¿Por qué había un tipo en la calle llamándome por un nombre que no uso en mi vida social? ¿Quiénes eran ellos? Y de ser quienes yo imaginaba, con toda la información que podrían tener sobre mí, ¿no sabían que estaban violando mi identidad de género?
– ¿Fulano de tal? –repitió.
–Mel Herrera –le corregí.
–Sí, ese es tu nombre de Facebook. Dame el teléfono
–¿Por qué? ¿Quiénes son ustedes y por qué tengo que darles el teléfono?
–¡Dame el teléfono! –se lo entregué–. Ahora dame el carné.
Cuando se lo di, lo miró y avisó por su celular: «Sí, es él. Lo tenemos». Ya había una patrulla al otro lado del parque. Me ordenó que los acompañara.
–¿Pero por qué? Supongo que sean policías, pero ustedes ni se han identificado ni me han dicho los motivos por los que tengo que acompañarlos.
–Ven y ahora te vamos a decir.
Caminé con ellos. No me esposaron ni nada. Iba uno a cada lado mío y el más joven, el que tenía mi celular, delante. Se volteó y me lo dio de nuevo para que lo apagara. Intenté en ese momento avisar por las redes, pero cuando me vio tecleando me lo volvió a quitar.
–Te dije que era para que lo apagaras.
Me llevaron hasta el otro extremo del parque, cerca de la patrulla. El más joven me dejó con los otros dos bajo el sol, y fue hasta un carro que estaba estacionado con mucha discreción en una de las calles paralelas del parque, un poco más abajo. A los pocos minutos regresó sin mi celular.
–¿Tú estudias en la universidad, verdad? –me preguntó y afirmé con la cabeza–. ¿En cuál?
–Averigüen ustedes. Si se sabían mi nombre del carné, pueden averiguar todo de mí.
Me hizo un par de preguntas más insignificantes y a todas respondía mirándole a los ojos. En cuanto terminaba, me distraía observando cualquier detalle del parque, cualquier cosa que no fueran ellos. No les iba a dar esa importancia. Estaba nerviosa, obvio. Pero ellos no merecían darse cuenta.
Aparecieron dos más de la nada. Eran cinco en total. Cinco para mí sola. Yo, la gran amenaza para todo un Estado. El agente joven le mostró mi carné a uno de los dos que se acababan de sumar. Era un señor cincuentón. Parecía no solo el mayor de edad de entre los cinco, también de rango. «Es él mismo», le dijo el joven y remarcó que yo era de la universidad, como si ello representara un peligro o le añadiera un elemento más subversivo a la historia. El tipo me miró como si me descifrara. Algo no entendía. Aproveché y le dije al otro, al más joven, que me había estado tratando de una manera incorrecta: «Yo no me llamo Fulano. Mi nombre es Mel». Le aclaré que ese no era solamente mi nombre de Facebook y que era una mujer trans. Le pedí además que respetara los pronombres acordes a mi identidad de género.
–Ah, ya entendí –fue lo único que dijo.
No le bastó con una sola vez que le respondiera que nadie me había convocado y que yo solo estaba preocupada por dos periodistas que habían ido a cubrir lo que pasara en ese lugar y que llevaba dos horas sin noticias de ellos. Varias veces me lo preguntó. Le llamó la atención que yo hubiese hecho una directa por el bulevar y le pregunté si estaba prohibido hacerlo. No me respondió. «¿Qué vínculos tienes con ADN Cuba?», «Ninguno», «¿Con Movimiento San Isidro y con el 27N?», «Soy amiga de algunos miembros, nos seguimos en redes, debatimos sobre el destino de la nación y su política como hace la sociedad civil en cualquier país que funcione medianamente bien». Me dijo entonces que sí, que él sabía que yo tenía amistades en el 27N por algunas de mis publicaciones.
―Yo estoy metido en tu perfil, mira –me lo mostró en su celular–. «Yo me eché toda tu directa», alardeó y repitió que a mí alguien me tuvo que haber convocado. Fue a agregar algo más, pero el agente mayor le hizo seña de que lo dejara hablar.
–Mire, Fulano –lo interrumpí enseguida y le pedí que no me llamara por ese nombre, pero él siguió hablando como si yo ni hubiese abierto la boca, como si yo todo ese tiempo no hubiese parado de corregir por eso mismo a su colega–, aquí convocaron para hoy a un acto contrarrevolucionario y no lo vamos a permitir, ¿entendido? ¡No lo vamos a permitir, cueste lo que cueste!
–Sí, lo han demostrado –le dije―. Mi voz sonaba mucho más relajada que la de él. En los tres años de Camilito aprendí a lidiar con militares y gente autoritaria. Si algo le desconcierta e irrita al poder y a ese tipo de personas es ver resistencia y firmeza donde creyeron que habría sumisión y miedo. En el momento en que entendemos y aceptamos nuestra debilidad ante el poder y la llevamos con un poco de dignidad es, paradójicamente, cuando más fuerte somos.
Le seguí diciendo que lo único contrarrevolucionario y arbitrario que yo había visto desde que estaba en el parque había sido aquel interrogatorio, lleno de violaciones desde el primer minuto: «Ustedes llegan, no se identifican ni nada, yo no sé quiénes son ustedes, me quitan mi teléfono y me dicen que tengo que acompañarlos, como hacen los mafiosos, como si esto fuera Ciudad de México. Poco favor le hacen a la Revolución si así la defienden, eso sin contar la cantidad de veces que han irrespetado mi identidad de género pese a que les he explicado».
Enseguida salió a decirme que a la Revolución se le defendía como fuera, a cualquier precio, y me repitió que no iban a permitir ningún acto subversivo contra ella. Luego quiso saber qué relación tenía yo con Yanelys Núñez. Le respondí que solo la conocía de las redes. «Ustedes deben saberlo», añadí.

–Pues tenemos información de que ella te va a contactar en estos días, si es que no lo ha hecho ya. ¿Ya te contactó?
–Ustedes deben saberlo –evidentemente él estaba tirando piedra para ver con cuál acertaba–. Si supuestamente saben que ella me va a contactar, también les va a ser muy fácil saber si ya lo hizo, o saberlo cuando lo haga.
–Bueno, mire, yo sólo le advierto, porque lo quieren utilizar y lo pueden perjudicar.
–Me sigue tratando incorrectamente.
–Mire, Fulano, esto es una cosa seria…
–No me llame Fulano. Mi nombre es Mel Herrera.
Agarró de la mano del otro mi carné de la mano y me dijo:
–Yo lo voy a tratar como lo que dice aquí. Lo que dice aquí es lo que es. Punto. Y ahora se me va a retirar del parque y se va a ir para su casa en Guanabacoa, ¿entendido? ¡A su casa derechito!
–¿Por qué a mi casa?
–¡Porque lo digo yo! Se va a su casa o me avisa si quiere que lo monte en el carro. Ya esta es la segunda vez que le digo que a su casa, no quiera ver si se lo tengo que decir una tercera.
Me entregó el carné y, en lo que el más joven me traía el celular de vuelta, le pregunté por Maykel y por Nelson. «¿En qué unidad los tienen?». Me dijo que no sabía nada y me aconsejó que me apartara de mis amistades y no fuera a más ninguna protesta ni convocatoria de nada. «Es un derecho. Y lo tendremos que ir recuperando poco a poco», le dije y me largué.
Ya lejos de ellos y sentada en otro parque, me pareció ridículo llorar, pero no tuve cómo evitarlo. La cabeza me pesaba. Los edificios de La Habana se me hacían más grandes, más grotescos, más ruinosos. Miraba con desconfianza a todo el que pasaba por mi lado. La sensación de desamparo y el bochorno eran demoledores.
Cuando la discriminación, las violaciones de derechos humanos y la transfobia en este caso, vienen desde el poder y sus instituciones, es mayor el grado de vulnerabilidad e indefensión que se experimenta. Agarré el teléfono y les conté a dos amigas que estaban en línea en ese momento lo que me había pasado. A una de ellas le pedí que lo hiciera público. No tenía ánimos para escribir. Además, temía hacerlo desde mi cuenta de Facebook. Apenas me alejé de los agentes de la seguridad del Estado, había recibido la solicitud de amistad de un perfil muy raro, que enseguida bloqueé. Solo podía tratarse del más joven.
En días siguientes, mientras rumiaba aun el incidente de aquel día, pensé en Marsha P. Johnson y en Silvia Rivera, activistas transgénero que participaron activamente en las protestas contra la discriminación y el acoso policial que dieron inicio al movimiento por los derechos LGBTI+. Las famosas revueltas de Stonewall. Recordé la anécdota en la que un juez le pregunta Marsha qué significaba la «P» de su nombre y ella le responde: «Pay it, no mind» (No le hagas caso), para quienes cuestionaban y criticaban su género. Y así fue ella por la vida, sin importarle los insultos las veces que la irrespetaban o que no reconocían su feminidad. No les hacía caso.
Pero no todas somos Marsha. El daño sicológico que nos provoca a algunas personas trans que nos traten según el género que nos asignaron al nacer y con el cual no nos identificamos, es real. Las identidades no se construyen en el vacío. Si no viviéramos en una sociedad organizada fundamentalmente en base al género, habría menos probabilidades de que de un dispositivo de control pudiera convertirse también en un componente identitario. Cuando se nos niega el derecho a la identidad de género autopercibida y se valida aquella con la cual no nos identificamos, también se nos aparta a un terreno muy próximo a lo no humano. Es la opción que nos dejan. Así se siente. Así lo vivimos algunas personas trans.
A mi amiga colombiana en cuanto pude le conté lo que me había sucedido. Nada de ello le resultaba nuevo. Sus incidentes transfóbicos con la policía no tienen nada que ver con el mío. Cuba no es Colombia, en eso coincidimos una pila de veces, pero si en algo se parecen algunos Estados es en la manera de mantener el control biopolítico, los intereses de las elites y del poder, y en el trato a las disidencias. «Cuando se trata de la del Estado, la seguridad de algunos ciudadanos y sus derechos no importan. En el caso de Cuba, eso no lleva matices. A eso le puedes poner cuño», le dije. «Como que me llamo Mel Herrera».

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