«Dios no te quiere»: Un culto cristiano que acabó en manifestación por los derechos LGBTIQ+


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El escritor y activista Manuel de la Cruz (Fotos: Lisbeth Moya)

Esta tarde, dos pájaros tomados de la mano, una gorda, un iyabó y una negra con cara de pocos amigos, somos el estorbo.

Ella lo sabe y le pide a Dios para que no seamos una piedra en el buen camino. Intercede, como toda guerrera espiritual, en alta voz, para que su rezo nos sirva de lección.

La negra y yo estamos hasta la coronilla de recibir pullas. Los dos pájaros, que están de manos un poco más a la derecha, no logran distinguir lo que habla la señora que reza en alta voz.

La señora exhibe un pulóver con un mensaje cristiano. Me lo deja ver, como combatiendo mi abanico multicolor y las manos tomadas de los pájaros, que se llaman Maykel y Osmel.

Claudia, la negra, prefiere reírse para no estallar cuando la señora dice cosas como «Dios, doblega a tus enemigos, barre con todo lo que no sirva». No nos deja oír al predicador.

Osmel tampoco puede oírlo, pero en su caso otra voz cercana es la culpable. Un señor a su lado, intercesor también, practica la glosolalia, una práctica común del pentecostalismo que consiste en entrar en éxtasis espiritual y hablar un vocabulario nuevo y sin traducción, asumido por los creyentes como «la lengua del espíritu».

Un muchacho viene a nosotros para invitarnos a participar en la liturgia. Le agradecemos el gesto. Se retira, sigiloso. Hace dos minutos conversó con Lisbeth, la gorda. Le propuso lo mismo. Indagó sobre su vida, sobre su cámara y sobre su perra. Lisbeth preguntó sobre los motivos de la celebración, las edades de los presentes, sobre cómo vencían el temor al espacio público.

A una pregunta de ella, le dice que los cristianos no tienen ningún problema con «esa gente». Se refiere a las personas LGBTIQ+. «De hecho, allá atrás hay cuatro», y señala despectivamente en dirección al iyabó, los otros pájaros y la negra.  

El iyabó soy yo, Manuel de la Cruz. Todo lo que llevo es blanco menos el collar de Yemayá y un abanico con los colores del arcoíris.

Claudia recibe una llamada y dice que tiene que irse. Sin querer, dejé de oír al predicador, pues hay un evento contiguo que se roba mi atención. Un balón de fútbol rompe la membrana del círculo cristiano en varios momentos. Golpea y tumba la bicicleta de un «hermano», entra por los pies de uno de los músicos del culto.

Unos metros más atrás del predicador, unos 14 chicos ondean sus rabos sin disimulo bajo la ropa, mientras sus piernas juegan a las fintas, cambios y patadas de balón. Mis ojos van con ellos, y vuelven solo de vez en cuando a mirar al líder del evento religioso.

Hay varios evangélicos hermosos, altos, en su mayoría bien vestidos. Jóvenes con barbas incipientes y bocas de pocos besos. Lisbeth está conversando con otro de ellos, uno de los más lindos.

«Mis hermanos», dice el pastor, «tomen la mano a quien tenga al lado, abrácelo, pongan la mano en el hombro, y unámonos todos los presentes para orar».

Los cristianos que nos rodeaban, con mucha timidez, prefirieron avanzar unos metros, correrse a la derecha, a la izquierda, a cualquier lado, para cumplir el mandato del predicador. Nadie le ofreció una mano a los pájaros. Nadie abrazó a los pájaros. Como si Dios no los quisiera.

En encuentro, celebrado en una plaza pública de La Habana, fue organizado por jóvenes cristianos de varias denominaciones evangélicas

Las terapias pentecostales para dejar de ser gay

En la iglesia de las Asambleas de Dios de Santiago de Cuba, había un servicio de atención diferenciado para las personas que parecían LGBTIQ+. Un grupo de líderes-terapeutas detectaban a los muchachos «amanerados» y los sometían a una disciplina especial.

Osmel Padilla Hernández lo vivió en su adolescencia. El líder de jóvenes, un diácono y algún ministro laico, seleccionado en calidad de testigo, llamaban al detectado para someterlo a interrogatorio. Buscaban las causas de su «amaneramiento» y «homosexualidad».  

Hurgaban en su historia familiar. Querían encontrar un tío que lo hubiera abusado sexualmente en la infancia. Buscaban una ausencia de «patrón masculino» que lo hubiera inclinado por fuerza  a las maneras femeninas. Buscaban infructuosamente. En lo que aparecía una causa más precisa, se debatían entre la doctrina de la posesión demoníaca y los peligros de asociarse con personas homosexuales.

Osmel cree hoy que lo hubiera pasado mejor en la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Allí estuvo hasta que el aburrimiento en la liturgia, y la poca apertura a prácticas carismáticas, lo hicieran huir a las Asambleas de Dios.

«Al menos, en la iglesia adventista, no me hubieran dicho que era gay por culpa de un demonio, pues ellos no creen en eso. Allí me hubieran reclamado fidelidad a mi pareja o una conducta sexual bien moderada», dice Osmel, que no sabía lo que el destino le deparaba.

La terapia de conversión a la que fue sometido en las Asambleas incluyó varias regulaciones y prohibiciones. Cero contacto con otros «amanerados» de la propia iglesia. El banco donde Osmel se sentaba a escuchar las prédicas en los cultos dominicales, era el banco de Osmel solamente. Sus amigos, confinados por los líderes a otro sitio más distante, se resignaban a enviarle miradas compasivas.

El activista Osmel Padilla Hernández

Las reuniones con los ministros persistieron, y aquel muchacho de 17 años que quería adorar y servir a Dios, tenía que rendir cuenta de sus pensamientos e instintos sexuales a los líderes. Cero salidas con hermanos que no se mostraran lo suficientemente heterosexuales como para serle  tropiezo. Le impusieron tutores masculinos para que absorbiera un poco de toda la testosterona del cielo. Para ser como Cristo, hay que ser tan macho como sus siervos en la Tierra.

Sus amigos, algunos de ellos «amanerados», entendidos como pájaros por los pastores de jóvenes, tuvieron que bloquear a Osmel de sus redes sociales. Debió dejar de visitarlos, de abrazarlos, de expresarle su cariño.

Condenado a una soledad y discriminación sin precedentes en su vida, se convirtió en un adolescente triste con constantes dudas sobre el verdadero Dios, sobre el carácter amoroso del que tanto le predicaron. Roto, sin deseos de desechar al Dios que él había conocido, abandonó las terapias, los diáconos, las Asambleas, y hasta la ciudad de Santiago de Cuba, en agosto de 2019.

Llegó a la Habana como un migrante más, y buscó a Dios en otra iglesia. Los bautistas libres le abrieron las puertas. A los pocos meses le abrieron el teléfono, y descubrieron sus conversaciones con otros hombres. La historia se repitió en otro contexto y con otros protagonistas.

Sin amigos ni contactos, fue rodando en busca de un sitio para homosexuales de fe, homosexuales que quisieran ser tan cristianos como homosexuales. Su fe mutó. Su vida entera había cambiado.

Osmel Padilla actualmente es un judío devoto que espera el sábado de cada semana, Janucá en diciembre, y la fiesta de Pesaj, que celebra la liberación del pueblo de Israel de su esclavitud de Egipto.

Vive con su novio Maykel. De manos con él llegó a la Piragua en la tarde del domingo 5 de junio, donde muchos de sus conocidos, quienes le profesaron amor y posteriormente rechazo, adoraban Dios y le lanzaban miradas de desconfianza.

Maykel González Vivero discute con uno de los jóvenes cristianos que le pide salir del perímetro

«Me molesta verlos de la mano en la calle»

El primer minuto en el que estoy al lado de Lisbeth, me limito a escuchar su conversación con el trigueñito bonito de pocos argumentos. Me parece conocido.

Lisbeth pone en la mesa el debate sobre el matrimonio igualitario. El muchacho se aturde. Entro en la conversación y me asumo como gay, cosa que no es necesaria pues mi vestimenta y abanico son un discurso. El muchacho me esquiva, no me quiere mirar y mucho menos responder. Ofrece una excusa y se marcha. Lo veo como asume su sitio junto a los líderes del evento. Era uno de ellos.

Me insulto, y voy en busca de Maykel para contarle la hipocresía aquella. A Lisbeth Moya, una mujer heterosexual, han venido varios evangélicos a predicarle. A nosotros, los pájaros, solo uno nos ha invitado, y este, ahora me esquiva.

Caminando hacia donde están Maykel y Osmel, escucho al predicador. Me quedo absorto. Abro mi abanico, y desde esa altura, acaparo la atención de todos y la mirada del pastor, quien me fija los ojos y dice: «Es penoso que tengamos que encontrarnos en la calle a tantas personas que les gustan personas de su mismo sexo. Me molesta ver cómo está proliferando todo este movimiento de homosexuales, tener que verlos de mano en la calle».

Estallé. La impotencia de Maykel es igual o mayor que la mía. Rompió la barrera uniforme circular, detrás de él, Osmel y yo. En solo segundos, un judío, un iyabó, un ateo, los tres, pájaros, estábamos en el centro de aquella circunferencia fundamentalista. No sabíamos todo lo que vendría.

Manuel contó su historia de exclusión en las Asambleas de Dios

El bebé Jesús

Cuando yo tenía dos meses de edad, actué por primera vez. Hice el rol del bebé Jesús en el pesebre. Mi debut sucedió en una iglesia bautista del Cotorro. Una década después, ya en una iglesia pentecostal del mismo Cotorro, empecé a orar por mis pensamientos homosexuales.

Tres años después, desestimé la teoría del demonio, pues hijo de cristiano es cristiano, y un verdadero cristiano no brinda morada a otro ente que no sea el Espíritu Santo. A los 13 años ya practicaba la glosolalia. Al igual que Osmel, caía al suelo ante la imposición de manos. Había visto situaciones paranormales producto de la sugestión, y había sido víctima de represión homosexual.

Me había enamorado de Adrián. Recostaba la cabeza en su hombro en cada culto hasta que fuimos reprendidos severamente. A los 18 ya predicaba en el templo, en las casas y en la calle. A esa edad recibí mi credencial de ministro laico en el templo principal de las Asambleas de Dios del Cotorro.

Estudiante de teología, hice dos cursos en uno, hasta hacerme profesor mientras todavía era estudiante. Me gradué de traductor de griego koiné neotestamentario en febrero de 2012, y seguí como maestro. Al mismo tiempo, cuando fungía como líder de música en mi propia iglesia, me nombraron presidente presbiterial del departamento de música que abarcaba las iglesias pentecostales del Cotorro y San Miguel del Padrón.

Predicaba en eventos, y fui jurado de otros, además de maestro, conferencista, payaso y teólogo soteriológico o apologético. No hubo joven o adulto en las Asambleas de Dios de La Habana que no conociera a Manuel de la Cruz.

A los 20 años no pude con tanta represión e hipocresía. Senté a mi madre y le confesé que llevaba tiempo luchando con pensamientos y prácticas homosexuales. Mi madre me dio dos opciones, «el maletín verde o el negro». Me fui de la casa. Me reuní también con los líderes de mi iglesia y de presbiterio, y les dije que, por no querer llevar una doble vida, entregaba mis cargos, pero no renunciaba a la fe ni a la asistencia eclesiástica.

Ellos indagaron como buenos espías. Descubrieron mi homosexualidad y la expusieron públicamente en una reunión dominical. Mi madre estaba presente, y tuvo que oír al pastor Ángel Toledo, secretario nacional de las Asambleas de Dios en Cuba, decir que el hermano Manuel de la Cruz tenía prohibida la entrada a la iglesia por «haber asumido conductas sexuales desviadas de la voluntad de Dios y juntarse con personas mundanas y homosexuales».

La cacería comenzó. Yo quería seguir a Cristo. Como Juan, como Pablo, a pesar de ser gay. Yo quería conservar a los buenos amigos que había hecho, pero la iglesia condicionó la membresía de ellos si seguían hablándome o tratándome. Dos amigos fueron expulsados por no rechazarme. Otra fue puesta en disciplina un año, medida que te impide tomar participación en la liturgia o en la dirección de un culto. Más de 50 casas se cerraron para mí, además de la casa de mi madre.

Amigos pecadores, impíos, vagabundos y desechados, como aquel samaritano de la parábola, me dieron alojamiento, comida y limpiaron las heridas que los fariseos abrieron en mi alma.

Un año después quise volver a los caminos del Señor. Las condiciones no habían cambiado. Fui a otra iglesia, pero la medida se había extendido desde mi anterior iglesia a otras comunidades de las Asambleas de Dios. Quise al menos recuperar a mis amigos, y los líderes ratificaron sus amenazas. Me dedicaron sermones, series de sermones y cultos especiales. No decían mi nombre, pero tampoco hacía falta.

Mi fantasma rondó las Asambleas de Dios durante años, hasta que yo decidí viajar con mi fe por la vida, y unir los principios allí adquiridos con otros de las religiones afrocubanas.

Quedan personas que me conocen y conocen esta historia. Algunos han hablado de errores, otros prefieren callar. Algunos de ellos estaban en la Piragua, abrazados, orando a Dios, orando como yo les enseñé. Los identifiqué enseguida que llegué.

Me miraron y no vinieron a saludarme porque ahora soy un iyabó abiertamente homosexual, objeto de la ira de Dios, de sus siervos, de la Seguridad del Estado y de la memoria histórica de las Asambleas de Dios.

Algunos líderes cristianos intentan exorcizar a Manuel

«No es un demonio, soy yo»

«Derechos sí, Fundamentalismos no», repite Osmel, rasgando su garganta, desde el centro del parque. «Igualdad de derechos, sí al matrimonio igualitario», coreamos Maykel y yo.

Al menos por dos minutos reina el desconcierto entre los alrededor de 200 cristianos reunidos. No saben qué hacer. Alguien nos intercepta. Nos zafamos. Seguimos voceando consignas, reivindicando los derechos del colectivo LGBTIQ+. Cogemos calma y queremos hablar, pero no nos dejan. Los líderes indican cantar. Deben acallar nuestras voces. Empiezan con himnos que, más que alabanzas, son consignas guerreras.

«Oigo cadenas caer», dice una de las plegarias. La conozco, Osmel también. No atino a nada. Osmel ondea en alto el abanico que ya me ha quitado de la mano, mientras canta aquello con más fuerza que el mismo pastor.

El muchacho que me negó la palabra, canta a viva voz desde una esquina. Las intercesoras comienzan a reprender a los demonios, rodean el lugar de un lado a otro, pidiendo ángeles que frenen aquello. Alguna va hasta la patrulla que vigilaba a pocos metros. Los policías no intervienen.

Maykel y yo no oímos nuestras propias voces. La bulla, a voz prima, es ensordecedora. Osmel trasmite en vivo, quiere inmortalizar el deber que tuvo con él mismo, durante años, de sacar toda la furia del dolor que le hicieron pasar. Nos callamos unos segundos, y entre el fin de un canto a otro, decido que, aunque me quede afónico, debo llegar a la gente. Tengo una historia que contar.

«¡Ustedes me separaron de mi madre, de mis amigos!», les digo y señalo a mis conocidos. «Él me conoce, sabe que lo que digo es verdad».

Empiezo a captar la atención de algunos, mientras veo que se abalanzan sobre Maykel para retirarlo del centro. Maykel no cede. Tampoco Osmel, que ha decidio gritar su historia también.

Osmel reconoce allí caras del pasado, y las confronta directamente. Hay un grupo de personas que mecánicamente repite los cantos y esquivarnos la mirada. Hay otros que callan, nos oyen. Algunos se asombran y otros muestran interés.

Los líderes tratan de sacarnos del centro. Nos sugieren insistentemente irnos a una esquina a conversar. «¡No, su pastor nos ha ofendido!» es la respuesta.

«¡Te reprendo en el nombre de Jesús!«, dice el pastor. Espera que baje un rayo y me dé un punto en la boca, pero eso no sucede.

«No me reprendas que no es ningún demonio el que está aquí, no es Yemayá», le respondo. «Soy yo, un cristiano que ustedes desecharon».

Solo podemos gritar, no porque queramos imponernos, sino porque cada vez nuestros argumentos son más filosos y lapidarios. Ponemos en tela de juicio cada palabra dicha. La experiencia es nuestra base. El temple de Maykel nos acompaña y anima.

Manuel le echa en cara su homofobia al predicador

Los cristianos no han roto su circunferencia, solo entran a acompañarnos los líderes. Desde los bordes, muchos graban, otros se ríen, algunos lloran. Una chica dice que «es mucho para ella», y pide que le busquen un médico. Se desmaya. Lisbeth les da consejos para reanimarla, pero ella es anatema y la ignoran.

Mi garganta no da más, pero he contado mi historia. Viene gente que siente culpa. Sienten culpa con Osmel. Sienten que han excluido eternamente a Maykel, que era católico en su infancia y recuerda haber oído al cura ofender a una persona homosexual presente en la misa.

Ya no les quedan cantos. Pensaron que Dios no permitiría que venciéramos. Somos los demonios. En una actitud espontánea, la mayoría de los presentes se hinca de rodillas para suplicar con más vehemencia.

Recuerdo en ese instante cuántas veces estuve de rodillas, y cuántas veces después de declararme gay quise visitar una iglesia para hacerlo nuevamente. Me arrodillo ahora. En el centro del círculo. Ellos no se lo esperan. Imponen manos sobre mí. «No voy a manifestarme con ningún demonio, no es necesario que me impongan manos», les digo.

Osmel es un alma libre que ondea el abanico y danza al compás de los cantos bélicos. Ellos no entienden. Un excompañero de iglesia se le acerca y le dice que no es justo que haga esto. Osmel piensa en la justicia, y recarga su ira y frustración: «¡No es justo lo que ustedes me han hecho a mí, ustedes jodieron mi vida, y lo están haciendo ahora mismo con otros jóvenes como yo!»

Un líder cristiano pide disculpas a Osmel

Ya he gritado toda mi historia, y los líderes del evento han venido a mí, consternados por ella. He dicho nombres conocidos, cargos conocidos. Un muchacho de mediana estatura se me acerca.

«Discúlpame, todo esto es culpa mía, quiero pedirte perdón por todo lo que te hicieron. Quiero pedirte perdón por lo que habló el predicador. Yo soy el organizador del evento, y me tocaba predicar a mí. No debí cederle el puesto a él. Si yo hubiese predicado, jamás los hubiera tratado así», dice.

Hay quien con más firmeza ordena a Maykel que se calle. Que en el nombre de Jesús se calle, que deje avanzar la celebración. «¡Este culto ya se acabó!», responde, y no saben qué decir.

Señalo al muchacho que me rechazó y grito todo lo que hizo. Él se escabulle entre la multitud.

Los muchachos siguen jugando fútbol, luego de detenerse un momento. Pero ya no me percato de sus rabos ondulantes ni de sus sudores de hombre. Ya las barbas incipientes y las bocas de pocos besos me asquean. Todos han disfrazado, al estilo pentecostal, su homofobia en santidad.

Alguien convence al pastor. Viene a disculparse, pero tiene cero coherencia y queda preso en el desastre ante nuestros argumentos. Se dice y se contradice. Se disculpa y se marcha.

Ordenan detener el culto. Me entero porque un líder se lo susurra a otro. Tal parece que la policía se hartó del intercambio, pero algunos no quieren dejar morir el momento. Quieren hacerlo suyo. Alguien me ofrece su ayuda para cambiarme. Me dice que Dios puede enseñarme a no practicar más la «homosexualidad».

«Yo no practico la homosexualidad, yo soy homosexual. Tú no practicas la heterosexualidad, tú eres heterosexual», le explico. «¿Alguien aquí decidió ser homosexual o heterosexual?»

Líder tras líder han venido. Uno se acerca a Maykel y lo confronta a gritos. Soberbio, el pájaro lo deja sin habla. «¡Dios no te quiere!», grita. El cristiano se ríe. «No te quiere por excluir». El pájaro les ha mostrado al Dios que ha recibido, y se los da de vuelta.

La multitud va desintegrando el círculo. Se nos acercan con lágrimas en los ojos. Una mujer piadosa abraza a Maykel. Un amigo le dice a Osmel que lo ama, y le da un beso y un abrazo que dura mucho rato. A mí nadie me quiere tocar. Yo no quiero cariño ahora. Yo quiero derechos, respeto, igualdad. Todo lo que ellos no quieren para nosotros.

Una joven pide perdón por las ofensas a las personas LGBTIQ+

Comments (9)

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    Tony

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    Observando las directas de Osmel desde mi casa me sentía impotente al encontrarme tan lejos y no poder participar de su acto reivindicativo. Poco tiempo duró el fundamentalismo protagonizando el “evento”.
    Gracias en nombre de todos los que estuvimos representados en sus voces, y en nombre de todos los que hemos sufrido dentro de una iglesia la condena de verse obligado a asumir que Dios no te quiere porque lo dicen unos cuantos fanáticos con un escaso y limitado entendimiento de su espiritualidad.
    Osmel decía algo más: “Cuba es un país de derechos” , luego se veía obligado a explicar su consigna y estoy de acuerdo con él, tenemos derechos , y tendremos más en la medida en que seamos capaces de luchar por ellos a capa y espada; están , pero nos toca hacerlos valer con toda la valentía que se requiere en nuestro contexto. No nos conformamos con derechos cortina , queremos derechos reales para las personas LGBT+

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    Yosvani Malagón Crespo

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    Cuando observo detenidamente las fotos de los jóvenes fundamentalistas, parece que muchos de ellos están a pocos días de convertirse en personas LGBTIQ de pleno derecho. Esperemos que así sea.

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    Joshua_Ramir

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    Fundamentalismos no. Cada persona tiene derecho a expresar su opinion sin que se le ataque por hacerlo.

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    Daniel Triana

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    Derechos Sí.
    Fundamentalismo NO.
    Negar derechos humanos y promover discursos de odio no es derecho ni de lxs cristianxs ni de nadie.
    🏳️‍🌈🏳️‍🌈🏳️‍🌈🏳️‍⚧️🏳️‍⚧️🏳️‍⚧️✊✊✊

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    Jairo

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    Falacias y mas falacias no odiamos a ningún miembro de la comunidad LGBTIQ pero no estamos obligados a ser participes de su manera erronea de ver lo que Dios instituyó

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      Karina

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      Sabía usted que uno de los 9 racismo q existe es el d género usted y su gente están siendo racista ellos tienen todo el derecho d amar a quien se le dé la gana

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      Adiel

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      Lo que Dios instituyó fue el amarse los unxs a los otrxs con amor incondicional ( “como yo les he amado” dijo Jesús), o sea, sin condiciones sobre nuestra naturaleza humana, nuestra identidad, nuestro ser. Si pones condiciones, no es el amor cristiano lo que sientes.
      Ah, y los primeros capítulos del Génesis son mitos. Adán y Eva no fueron personas reales, sino que son arquetipos de la humanidad, a la manera en que los escritores antiguos la veían. Saludos y bendiciones

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