Contagiados de amor, neutralizados por la mortalidad de un virus y encerrados en esta casa que ayer mutó en cárcel. Con tantos dolores de cabeza por resolver… quiero el dolor que traes tú, animal guillotinado que encuentra oasis de calma en mi culo.
―Fíjate, maricón, no tengo toda la noche para hablar contigo, además, no sé si eres de la «Segura». Total, solo tengo dos cosas ilegales: la picha que me cuelga y una lista secreta de amores prohibidos. ¿Por qué me miras así? ¿Las locas no nos enamoramos?
Fue el siete de julio de 2010 a las once menos cinco de la noche cuando llegué al paraíso. En la «memoria de lo follado» guardé ese dato y no cuando mi pene y yo («socio sucio» decía Cabrera Infante) empezamos a descubrirnos. Ni cuándo Pablo aterrizó en la autopista infinita de mi culo.
Vivía en Las Palmas, a siete kilómetros de mi casa, aunque la primera vez que lo vi fue en un ensayo teatral donde no interpretaba ningún personaje, pero se convirtió en protagonista. Le clavé mi mirada y no reaccionó. En mi mundo de colores comerse con la vista es vital, en el suyo no.